martes, 25 de octubre de 2011

Fábula de las dos Españas




El otro día, Ballesteros, central de la cosecha del 75 que debutó en Primera División en 1996, saltó a las portadas de nivel nacional tras ganarle un sprint aparentemente intrascendente a Cristiano Ronaldo.
No es para menos, con 10 años y (según los datos de los clubes, siempre discutibles) 15 kilos de desventaja, Ballesteros no solo escenificó en una sola acción el triunfo del modesto Levante sobre el todopoderoso Madrid, sino también la de un arquetipo físico ya en desuso: el del bruto portero de discoteca disputando la supremacía al metrosexual hormonado de gimnasio. La afición del Levante así supo entenderlo y jaleó esta acción casi tanto como el gol que les ponía en ventaja o el pitido del árbitro que confirmaba la victoria.  Ballesteros, en cambio, pese a salir casi manteado del estadio, le ha restado importancia en cada entrevista concedida después: “De 10 carreras, Cristiano me gana nueve; pero en el fútbol, a veces, hay que saber cómo asentar los tacos y medir las pisadas… este es mi campo y yo me lo conozco, creo que ahí puede estar la explicación”.
Realmente, esa es solo parte de la explicación.

Ballesteros simboliza lo que Luis Aragonés siempre ha denominado “ese otro fútbol” o “saber competir”, una práctica que desde que (paradojas de la vida) Luis Aragonés implantara el maravilloso sistema de juego en la Selección Española y Guardiola alcanzara la perfección con el Barça de los “locos bajitos”, es despreciado como un simple eufemismo de lo que Ballesteros parecía soltar entre líneas: “saber asentar los tacos” y cómo (bastante pero sin pasarse), cuándo (cuando el árbitro no mira) y a quién “pisar” (los que juegan mejor que tú). Digamos que el público comienza a identificar “ese otro fútbol” con la escuela de Bilardo, Caparrós, Panadero Díaz y Mourinho, oponiéndola a la de Menotti, Cruyff, Valerón y Valdano. Pero no es eso.

Ballesteros, por ejemplo, ejemplifica a la perfección la superación de las propias limitaciones, pero también la superación de los prejuicios ajenos: cuando en cada entrevista se ha esforzado por quitar hierro a la anécdota de la carrera con Cristiano, ha puntualizado: “De mí pueden decir que soy feo, pero no que soy lento”. Y, efectivamente, Ballesteros, pese a esa pinta de ex-guardaespaldas jubilado con kilos de más, nunca ha sido una víctima propicia para los delanteros más rápidos o habilidosos. Tampoco, pese a su aspecto de matón a sueldo, ha destacado por ser un jugador duro. De hecho, esta temporada promedia una falta por partido, números increíbles para un defensa central y más para un equipo como el Levante, a priori, obligado a defenderse en su campo con uñas, tacos y dientes.

Pero, de nuevo, las cosas a veces no son así, y el público debe ampliar su visión sesgada. El “otro fútbol” es necesario para que funcione el primero. Y sin Busquets, Mascherano o Alves, el equipo de estilistas de Guardiola no sería el mismo… Como Cruyff necesitaba a Bakero y como Mourinho necesita tanto a Pepe como a Ozil. O el mal cine necesita juntos a Terence Hill y Bud Spencer. Lo que nos conduce de nuevo a nuestro Ballesteros:
Ballesteros para muchos es la bestia parda que solo sobrevive en campos de aficionados, dedicado más a atemorizar mediante codazos y amenazas a delanteros que de otra forma le serían inalcanzables. La pervivencia de ese modelo en el fútbol moderno a muchos escandaliza. Para otros, que se fijan en los partidos de verdad y no solo en lo que ellos desean ver, puede ser ese noble brutote que cualquier querría tener al lado: el Golliat del Capitán Trueno, el Sloth de los Goonies: ese portento físico que está dispuesto a dejarse matar si es por el bien común.


En realidad, el Levante está dirigido por un entrenador que ha debutado a los 47 años en Primera División después de grandes temporadas en los modestos Cartagena y Salamanca. Dicen los expertos que su equipo, fuera de los tópicos, defiende con inusitado orden, saca el balón jugado, tiene un sentido táctico irreprochable y, aunque sea algo que todo el mundo sabe que va a ser transitorio, a día de hoy, 25 de Octubre de 2011, es justo líder de la Primera División Española. Lo curioso es que el año pasado el mérito se le abogaba a Luis García quien, aupado por ese reconocimiento, se encuentra en este momento penando en un Getafe con una plantilla muy superior a los resultados.
Y es que quizás la pieza clave de esta ecuación es Sergio Martínez Ballesteros, quien defiende con orden, capitanea con orgullo y saca el balón jugado desde atrás de un equipo que reconoce en su líder al que ha sido tantos años un soldado raso con injusta fama de torpe, lento y pendenciero y que demuestra que en esta vida a veces las cosas no son como parecen y “este fútbol” y “el otro fútbol” están más cerca de lo que parecen. Posiblemente tanto como, en el fondo,  el bruto portero de discoteca y el metrosexual hormonado de gimnasio. Y siempre será mejor que salden su rivalidad en una carrera que en una pelea a callejón abierto.



lunes, 24 de octubre de 2011

El miedo del portero ante el penalti

Existe una novela inclasificable de Peter Handke titulada El miedo del portero ante el penalti, con ínfulas de Kafka y Joyce, cuyo objetivo y/o argumento, creo poder entender, es reflejar el absurdo en la vida mediante el absurdo en la narración; así como la imposibilidad en la comunicación a la que estamos condenados los humanos por medio de diálogos que son puras chácharas y balbuceos inconexos sin sentido.

En más de 150 páginas Handke narra el periplo irracional por un entorno esperpéntico de Bloch, un ex portero de fútbol que se aloja en pensiones de mala muerte, contempla crímenes, se ve envuelto en peleas y, de vez en cuando, rememora andanzas de su carrera deportiva sin experimentar la más mínima sorpresa, emoción o, al menos, indignación ante la hiperbólica ilógica que se extiende ante sus ojos.
Pese a que supuestamente alrededor no paran de suceder cosas, acontecimientos que para cualquiera serían notables, el personaje se aburre hasta el hartazgo, no se implica, no cree que vaya con él todo esto que para cualquier persona serían hechos dignos de mención, de asombro, incluso de interjección malsonante y platonismo de ojos.

Ayer, viendo el partido del Atlético de Madrid frente al Mallorca, recordé esta novela por varios motivos. Uno de ellos es que estuvieron en el punto de los once metros primero, Hemed, un desconocido que se ha revelado como especialista en penas máximas (4 de 4, ni el mismísimo Franco) y después, Falcao, un delantero que es un gladiador visceral en cada balón dividido y un frío francotirador en sus penaltis. Tanto Courtois como Aoute no protestaron demasiado la rigurosidad de los castigos arbitrales ni optaron por bailes desestabilizadores o golpeo en el pecho ante el lanzador: más bien parecían asumir la inapelabilidad de su destino.

Por otra, el público del Calderón, que volvió a asistir a cómo su equipo intentaba un ejercicio de estilo absolutamente impensable hace solo 4 meses (sacar el balón jugado desde la defensa, toque y toque paciente, acumulación de jugadores con supuesto criterio en la elaboración en el medio del campo), contemplaba esos hechos dignos de mención, de asombro, incluso de interjección malsonante y platonismo de ojos con un hastío y una diferencia comparables al protagonista de Handke.

Por último, la novela El miedo del portero ante el penalti, es pura y sencillamente un ejercicio de estilo que no solo resulta aburrido para el abúlico protagonista, sino para cualquier valiente que se decida a intentar leerlo. No puedo contarles el desenlace del libro porque nunca llegué a terminarlo. Tampoco vi el final del ejercicio de estilo de ayer. Pero me temo que lo único que puede salir de ahí es también una aburrida adaptación cinematográfica de Win Wenders.

Yo, como han podido leer anteriormente, respeto la labor docente de Gregorio Manzano, pero considero que para enseñarnos que la vida es absurda y sin sentido nos llega con Camus, Sartre, Lady Gaga y el Levante siendo líder de la Primera División Española.



viernes, 21 de octubre de 2011

Yo me moriré un día borracho junto a una tapia.

Entro en este blog sin nada escrito, sin nada que contar y, lógicamente, sin nada que leer, como simple ejercicio onanista de comprobar el número de visitas, y me encuentro con el desorbitado e injustificado número de 1971 en 7 semanas (¿tanta será mi compulsión onanista?).  Y eso me recuerda al título de un disco que no sé si me gusta o detesto, pero que desde luego me desconcierta. Y, en días como hoy, como comprenderán, cualquier cosa menos hablar de fútbol:



lunes, 17 de octubre de 2011

Un domingo cualquiera


Pega un mordisco al bocadillo de tortilla, se coloca la gabardina, bebe un buen trago de cerveza y dice:
-Me gusta, antes de salir al campo, (saltar, dicen los periodistas) pegar unos brincos todo lo alto que puedo, para darme energía, y luego persignarme tres veces, más por superstición que por fe, no crea. Me gusta también asegurarme de que sea mi pide derecho el primero que pise el césped y besarme la mano, agacharme, posarla en el suelo y transmitirle así mi beso, como un Papa indolente o con prescripción médica. Por último me gusta decirme a mí mismo a media voz “soy el mejor”, “soy el mejor”, “soy el mejor”; tres veces, ni una más ni una menos. Me gusta este ritual y entiendo que a algunos les pueda parecer ridículo pero quiero que lo respeten. Exijo que lo respeten. Por el contrario, no me gusta que me insulten, ni a mí ni a mi madre. Sé que va con la profesión pero también tengo sentimientos. Y ella, la pobre, ni le digo.

Todo esto me dice, de repente y sin venir a cuento, el desconocido que está sentado a mi lado en la grada mientras mastica con dentelladas precisas. Anteriormente, durante todo el primer tiempo, no hemos cruzado más que un intercambio de blasfemias entre dientes. Estoy a punto de preguntarle si es futbolista aficionado (no tiene, desde luego, estampa de deportista de elite) y si a eso se refiere: a pequeñas batallitas sin postín en campos de regional o en el ilustre derby de solteros contra casados. Pero no lo hago. Primero, por parecerme una pregunta obvia; segundo, porque el partido ya se ha reanudado y tercero y más importante porque, antes de que me dé tiempo ni siquiera a intentar sujetarle, se desprende la gabardina y, completamente desnudo, salta la valla que nos separa del terreno del juego. No puedo evitar maravillarme de la sincronía perfecta con que realiza el ritual anunciado, ni tampoco compadecerme ligeramente de la innecesaria severidad con que es reducido por los miembros de seguridad. A mi espalda algunos profieren agravios destemplados; yo, por el contrario, permanezco mudo en señal de respeto. Luego miro hacia los lados y con disimulo cojo su bocadillo a medio terminar. Está bueno.

jueves, 13 de octubre de 2011

Baile de máscaras

Cada vez que escucho al Calderón entonar “Radamel Falca-ao” usando la misma melodía reciclada de “Radomi-ir, te quie-ro” y, posteriormente, “Quique Sán-chez Flores” pienso, primero, que es lógico el baile de máscaras, porque la melodía primigenia viene de “Carnaval, te quie-ro” y nosotros nos iremos pero no volveremos más, pero cada año hay que renovar abonos, ilusiones e ídolos de barro. Después recuerdo a Cristina Peri Rossi y su poema “Fidelidad”:

FIDELIDAD

A los veinte años, en Montevideo, escuchaba a Mina
cantando Margherita de Cocciante
en la pantalla blanca y negra de la Rai
junto a la mujer que amaba
y me emocionaba

A los cuarenta años escuchaba a Mina
cantando Margheritta de Cocciante
en el reproductor de cassette
junto a la mujer que amaba,
en Estocolmo,
y me emocionaba.

A los sesenta años, escucho a Mina
cantando Margherita de Cocciante
en Youtube, junto a la mujer que amo,
ciudad de Barcelona
y me emociono

Luego dicen que no soy una persona fiel.



Y entonces soy yo el que canto:


Amé una vez...
... una y otra vez.


(F.M. Moncada. Gritao a lo Bambino)



jueves, 6 de octubre de 2011

El ciclo de la vida.


El entrenador del Atlético de Madrid en la presente temporada es un antiguo profesor de instituto que, al principio de su carrera deportiva, por pura vocación, se hacía muchísimos kilómetros después de sus correspondientes horas lectivas para poder entrenar gratis a equipos de Preferente, Regional y, posteriormente, cobrando (poco) de 3ª y 2ª B, sin ninguna garantía de estabilidad.
Ahora entrena en Primera División a un club de los llamados “históricos” de España; en los desplazamientos medianamente largos viaja en el avión privado del equipo, obviamente, no tiene que ejercer de profesor y cobra un sueldo inalcanzable para la mayor parte de la población española.
Sin embargo, aún hoy, en muchos aspectos, al menos aparentemente, Gregorio Manzano encarna el prototipo del profesor: tiene un talente supuestamente siempre educado y paciente e intenta que sus jugadores se sientan igual de valorados (aunque cuenten con características, procedencias y méritos diferentes). Estos  afirman que rara vez levanta la voz y, seguro, piensan, que a veces se le queda un tonillo didáctico entre simpático y repelente. Además, lleva gafas. También, cualquiera comprenderá que es ridículo pensar que Manzano solo trabaja cada semana la hora y media que dura un encuentro de fútbol: hay entrenamientos, visionado de partidos, estudio de los rivales y, seguro, vueltas y más vueltas en la cabeza de cara a qué táctica debe ser la más apropiada para transmitir a su grupo los conocimientos que deberían desembocar en los resultados deseables.
Por otra parte, cuando recibe críticas desde fuera, no se encara, no tuerce el gesto y sigue en su labor convencido de lo que está haciendo. A veces acierta y otras se equivoca. Por ejemplo, en mi opinión debería haber exigido un delantero centro de garantías para suplir a Falcao. Posiblemente, su planteamiento en el Camp No también fue equivocado. Quizás su sistema no se adapta del todo a las características de sus futbolistas. Pero parece dispuesto a esgrimir la paciencia como arma y el buen gusto como criterio. No sabemos cómo le saldrá. Pero sí sabemos que este verano defendió con ahínco que quería trabajar con una plantilla corta. Y ahí sí que podemos decir que sabía de lo que estaba hablando.
Muchos críticos con el trabajo del profesorado dirán que de lo que es un magnífico ejemplo Gregorio Manzano es de que al profesor le sobran horas por todas partes y, por tanto, no pasa nada por aumentar su jornada laboral. Al fin y al cabo, ¿qué son dos horas cuando un profesor podía pegarse tres de coche y dos de entrenamiento cada tarde?
Otros, pensarán que Gregorio Manzano encarna la situación actual de los profesores: intentar salir pitando lo antes posible a otra profesión en la que se nos valore más y se nos pague mejor ahora que se avecinan tiempos aciagos.
Para mí, sin embargo, es principalmente un símbolo de la constancia que debemos intentar mantener en nuestro trabajo. Dispuestos a coger el coche para intentar hacernos con un grupo en cualquier momento, incluso con el curso empezado y tratando de emplear una didáctica diferente. Ajenos a las críticas y convencidos de lo que estamos haciendo. Con mucho sacrifico. Porque antes o después se valorará este esfuerzo. No por la sociedad, que bastante tiene con lo suyo y, cuando las cosas vienen mal dadas, es lógico que recurra al desahogo con las víctimas fáciles (“Manzano, vete ya” o “que paguen los funcionarios”) sino, por la opinión que de verdad debe influirte: la de tu plantilla.
Aunque, como bien sabe Gregorio Manzano y cualquiera que tenga dos dedos de frente, es más fácil lidiar con un grupo heterogéneo de veinte seres humanos que con uno de treinta y cinco. A él al menos le han dejado esta posibilidad. Sus antiguos compañeros de profesión, que tampoco trabajamos solo las 19 horas de clase, que hemos visto reducido nuestro sueldo y que también intentan que acabemos siendo el blanco fácil de una sociedad crispada (es más fácil echar a un profesor que plantearse una reforma educativa o económica) lo tenemos mucho más difícil.
Y es principalmente por esto por lo que tenemos que protestar. Manteniendo la educación y los valores que queremos transmitir. Pero con firmeza. Porque si nos quitan la posibilidad de tratar a nuestro equipo de seres humanos de la forma más equilibrada y justa posible, es muy probable que la educación española, tras una mejora insospechada hace años (casi tanto como la de Manzano), comience su periplo hacia una categoría de Regional o Preferente. Y de ahí será muy difícil salir.

Víctor Peña Dacosta
Profesor interino de secundaria

sábado, 1 de octubre de 2011

La camiseta de Perea

El amor al fútbol tiene la gran ventaja de que, sin ayudarte a madurar, sí que te ayuda a aceptar la decadencia y la vejez como inherentes a la vida. Y es que, a poco que sepas de fútbol, desde los doce años puedes mirar con desprecio a un jugador acomodado de la plantilla (que incluso quizás fue tu ídolo hace apenas un par de años) o un nuevo fichaje (que hace dos veranos te hubiera hecho comprarte al momento su camiseta) y decir simplemente: “este está acabado, tiene ya 31/32 años…” Y claro, al principio eso tiene gracia, porque tú eres joven e inmortal y algún día vas a ser como ellos, pero eterno. Pero deja de tenerla cuando te das cuenta de que te vas acercando peligrosamente a la edad que tienen los jugadores que ahora te permites despreciar. Eso sí, con una importante diferencia: tú nunca has sido Pichichi, o máximo asistente, o ganado un campeonato sub-21, o puesto a un estadio de pie. Ni siquiera has marcado un puto gol de pura suerte tras miles de rechaces en un área embarrullada que valiera un mísero punto.
            Es muy difícil por parte de los clubs, de los entrenadores, de la afición, saber tratar a las viejas glorias que ya no son lo que eran pero todavía no han tenido el detalle de retirarse. Y también debe ser muy difícil ser una vieja gloria que sabe que ha perdido una punta de velocidad (posiblemente leve pero absolutamente fundamental) que todos notan. Pero sencillamente esto pasa porque es dificilísimo hacerse mayor y, aún peor, hacerse viejo. Y es muy duro tener que cuidar de familiares que han perdido sus capacidades, que ya no son lo que eran cuando los querías pero a los que tienes que seguir queriendo o, al menos, aguantando.
Creo que, sin llegar a ser un hijo de puta, en esta vida hay que ser sincero (al menos en el fútbol) y partir de que ya no es lo mismo, que no deben jugar lo mismo, que no deben cobrar lo mismo, que no deben gesticular tanto cuando se les cambia por estar al borde del infarto. Pero que un club, igual que una sociedad o mejor, una persona, también mide su grandeza en saber cuidar a sus viejas glorias porque, antes de ser historia muerta, son historia viva y, sobre todo, porque bien comprendidas pueden ser verdaderamente útiles.
En el Atlético de Madrid, en cambio, prácticamente el único caso que encontramos de "madurito aprovechable" o, mejor, aprovechado, es el de Ujfalusi, que salió este verano con 33 años, y el de Simao, regalado en las últimas Navidades (y dejando más cojo al equipo) con 32. Los dos aún serían, no titulares, cierto, pero sí útiles en su puesto.
Ahora mismo el capitán es el canterano Antonio López, de 30 años y con 192 partidos en el equipo.
Pero, dado que en principio el titular para ese puesto parece que será Filipe Luis, el capitán en el campo parece que será Luis Amaranto Perea, el jugador más veterano de la plantilla (32 años), el que más tiempo (8ª temporada) y partidos en Primera (210) lleva en el club e, indudablemente, un auténtico símbolo de lo que, hoy por hoy, significa este equipo.
Luis Amaranto Perea posiblemente sea el jugador con menos calidad de toda la Primera División Española. No es una hipérbole: tiene problemas para hacer el control más sencillo, es incapaz de dar con precisión un pase en largo, duda cuándo usar el golpeo exterior o interior y, cuando llegó, parecía que incluso le costaba asimilar el concepto de fuera de juego. Sin embargo, ha acabado jugando con todos los entrenadores y pese a errores gravísimos puntuales y errores leves continuos, siempre ha sumado más de lo que ha restado.
Resulta encomiable ver su esfuerzo, porque, por sus limitaciones, ha de estar continuamente corrigiendo sus propios errores (“a veces me lío solo” resumió él mismo con la sencillez y contundencia con la que no siempre despeja.)
Pero lo cierto es que normalmente es cierto que sabe enmendar sus desastres. Y es que Perea no ha sido dotado con habilidad en los controles, buen golpeo de balón o lectura del juego, pero sí con una velocidad increíble (probablemente siga siendo, a sus 32 años, el futbolista más rápido de la Liga) que le lleva a subsanar el balón que se dejó meter a su espalda o se le coló por debajo de las piernas, a adelantar al delantero que le dejó atrás con un amago que sólo podría tragarse un niño o a arrollar (tocando balón, eso sí) al que poco antes le había derribado con la sencilla técnica de meter el cuerpo que se aprende en infantiles.
Pero, sobre todo, Luis Amaranto Perea es un símbolo del aguante, de alguien que desde el primer momento sembró las sospechas de que no debería  haber llegado a profesional, y menos al Atlético, y ya se ha convertido en el extranjero rojiblanco con más partidos en la Liga; que siempre sembró dudas pero acabó ganándose la titularidad con todos los entrenadores que han pasado por el club y que, pese a las suspicacias de hinchada y directivos ha acabado siendo el segundo capitán. Realmente, el capitán en funciones mientras Filipe Luis esté al nivel esperado.
           Lo más flagrante es que al pobre Perea, símbolo de este Atlético como ningún otro, le robaron su merecido momento de gloria: en 282 partidos oficiales no cuenta con ningún gol, pero un día marcó uno: en el derby Atlético-Real Madrid de la temporada 2006-2007 se le anuló un gol absolutamente legal (que sólo podía ser anulado para ser sustituido por un penalti y expulsión sobre Kun), que hubiera significado el 2-0 y, por lo tanto, seguramente, el camino a la victoria en un derby, algo que no le ocurre al equipo del Manzanares desde hace ya 11 años. Y esa victoria hubiera sido gracias a Luis Amaranto, que normalmente ni sube a rematar y no merecía ser más de ningún otro (si acaso de Torres, que había marcado el primero). Sin embargo, el árbitro anuló ese gol y en un derby posterior, Perea, que pudo haber sido héroe, pasó a villano por un error patético que regaló el 3-0 y, por tanto, la sentencia, a Higuaín.







Y el error arbitral ni siquiera se protestó demasiado, quizás porque era un gol anotado por Perea, y de Perea sabíamos lo que nunca podíamos esperar (un gol, claro, pero tampoco un regate, un centro bien puesto, sacar el balón jugado). De Perea esperábamos otras cosas (cortes espectaculares, entrega constante, carreras hasta el último segundo) y también nos temíamos bastantes: a fin de cuentas, cada partido era un thriller disparatado en el que, en cualquier momento, cabía esperar un error garrafal que te dejara a medio camino de la risa, el llanto y la rabia.
Sin embargo, siete años después de conocernos, Perea fue capaz de volver a sorprendernos. Porque lo que nunca cabía esperar era la fiabilidad, término aparentemente antónimo de Perea o quizás de Luis Amaranto. Sí, la fiabilidad. Desde la llegada de Quique, Perea se convirtió en el defensa más solvente y seguro con muchísima diferencia. Son antológicos sus partidos contra el Liverpool en la Europa League, pero lo más sorprendente es que, de verdad, más o menos mantuviera el nivel, siempre, sin duda, por encima de Domínguez y Godín.

En fin, esto se está estirando demasiado, porque sólo pretendía ser una reflexión sobre el paso del tiempo y las reflexiones sobre el paso del tiempo conviene hacerlas rápido, sobre todo si son amargas.

Y lo peor de esto es que, cuando Perea se estaba convirtiendo en un central fiable, resulta que ya va camino de los 33 años y que, si hay un futbolista que necesita la velocidad para sobrevivir y seguir tapando sus continuos errores (una cosa es que haya mejorado y otra distinta es que haya dejado de ser Perea), ese es él. Además, acaba contrato al terminar la temporada, por lo que mucho me temo que este será su último año en el Atlético de Madrid. Así que he decidido comprarme su camiseta por varias razones: la primera es que hay que insistir en que si ganamos la Europa League y la Supercopa de Europa fue en gran parte gracias a él, y aunque sea con retraso hay que agradecérselo, porque es muy posible que no volvamos a ganar nada. La segunda, que me he permitido despreciar muchas veces a un deportista que sólo puede ser motivo de admiración, no ya por su superación personal continua, sino porque tiene 1 Intercontinental, 2 ligas, 1 Uefa y 1 Supercopa de Europa, mientras que yo, que voy camino de su edad, jamás he sido internacional por Colombia, o puesto de pie a un estadio o tan siquiera he marcado un gol de pura chorra a la salida de un córner tras miles de rechaces. E imagino que cuando se vaya Perea y deje de sufrir un sobresalto injustificado con cada balón que se acerca al área de mi equipo, me habré hecho un poco más mayor y quizás, por fin, el fútbol me haya ayudado a madurar aunque sea levemente. Así que sólo puedo pedir que a él no se le haga irse por la puerta de atrás, sino que se recuerde que, con todos sus errores, es el extranjero con más partidos, que aunque tenga la misma calidad que yo con un balón en los pies, siempre sumó más de lo mucho que restó. Y, sobre todo, espero que se retire con Filipe Luis en plena forma, para que se despida con el brazalete de capitán el verdadero símbolo de que pertenecer a este equipo consiste en aguantar bromas crueles, tragar chistes estúpidos, lidiar con críticas exageradas que pasan por alto tu esfuerzo y aguantar, y sufrir y seguir y esperar tu momento de gloria sabiendo que es posible que te lo intenten anular, pero que es el momento que justifica todo lo que has tragado hasta este momento. Y que eso, aunque sólo sea una excusa interna para seguir aguantando o para autoconvencerte de que, después de todo, el periplo ha merecido la pena, no puedes permitir que te lo quite nadie.